Al verla de aquel modo, casi débil y apocada, con el pelo encorsetado por horquillas y los ojos aherrojados tras unas gruesas gafas que se le han tornado en jaula, uno intuye que esa muchacha vive domeñada por la soledad, o al menos sepultada bajo el polvo sepulcral que cubre los ancianos libros entre los que habita. Sus hombros parecen soportar un lastre saturnal, de esos que te obligan a bajar la cerviz y clavar la vista en las losetas; y una mirada fugaz nos descubre una chica fría, distante y avarienta de sonrisas, como esas dependientas que racanean los modales y las gracias, tal vez porque están hasta el moño de los bobos que las atosigan.

—¿En qué puedo servirle? —pregunta al fin, muy protocolaria ella, mientras estira el cuello levemente, casi mayestática, como esas cariátides antiguas que fingen observarnos desde las alturas de algún frontispicio añoso.

Un lápiz se le hace volatinero entre los dedos; y un lazo de lunares, agobiado de perifollos, anuda con pudor el cuello de su blusa.

—¿Puede hacerme un pequeño favor? —pregunta Humphrey aseriado, pues hasta entonces participa de ese cierto desinterés en que permanece el espectador.

Pero al instante, con la molesta rapidez de un repente, como un velo que cae con prontitud, comenzamos a descubrir en la muchacha una luz que hasta entonces había permanecido inédita o apagada, pues ese “depende del favor” con que responde a la pregunta de Humphrey nos permite columbrar que en esa chica de aspecto inane se cobija, nervioso y bullente, un espíritu picarón, que pugna por salir y mostrarse en esplendor.

En esa breve escena de “El sueño eterno”, Dorothy Malone aún conserva buena parte de esa belleza púber que años antes, en los albores apenas esbozados de su carrera, había comenzado a pasear por pasarelas y anuncios publicitarios en la ya lejana ciudad de Tejas. Pero ahora esa belleza púber la entremezcla con una sensualidad férvida que el bromuro del puritanismo ya no logrará sofocar jamás.

Poco a poco, mientras resuelve las dudas bibliográficas que Bogart le ha planteado, Dorothy se va desposeyendo de su apática actitud inicial y comienza a mostrarse como es. Se pasea hasta su escritorio y parece consultar un libro, donde, imaginamos, se hospeda un saber enciclopédico. Pero Dorothy, en realidad, busca en su mente, agitada de sospechas, preguntándose qué diablos busca el tipo que se ha plantado frente a ella. Y así, tras esa pequeña victoria de erudita, Dorothy se vuelve más segura y retadora. Y finalmente, cuando regresa de nuevo junto a Bogart es ya una muchacha muy distinta, mucho más cercana y asequible, casi en ciernes del coqueteo.

—Empieza usted a interesarme… vagamente —dice de pronto, pero nosotros, que asistimos embelesados al encuentro, sabemos que su interés se anuncia ya febril.

En los diálogos que de inmediato se suceden, la lengua de Dorothy incluso se asoma a la balaustrada de los labios y juguetea en las comisuras, como una incitación a la vez ingenua y sicalíptica que Bogart no logra percibir –o, si lo hace, permanece ajeno a ella, seguramente más acostumbrado que nosotros a las chicas bellas.

Pero una frase de la Malone le hará retornar a sus fueros de seductor.

—No cerrarán hasta dentro de una hora. Y está lloviendo mucho —le dice a Bogart mientras eleva lentamente la cabeza, entornando una mirada que se nos antoja

Cuando Dorothy echa la cortina de la puerta, de espaldas a ella y doblando las piernas levemente —o bajando el culete, vamos— yacemos ya de forma irremisible en la pasión.

—Parece que vamos a estar bloqueados el resto de la tarde —le dice a nuestro detective mientras pasa junto a él.

Y bloqueados permanecemos todos desde entonces, enviscados en la belleza de la Malone como moscas muertas en una cinta.

 

Gervasio López