Publicó sesenta y seis novelas, veinte obras de teatro, más de ciento cincuenta relatos y dos autobiografías —para muchos, sus mejores obras —, y en el camino, se convirtió en una de las escritoras más exitosas de la historia con dos mil millones de libros vendidos. Su estilo era limpio, directo, elegante, y siempre, siempre, desvelaba el misterio al final. La explicación era clara, sin fisuras, todo encajaba con lo que se había contado antes, y no quedaba margen alguno para la interpretación. Siempre cerraba así sus obras, con la claridad aceptada por todos; pero, en su vida, nada fue tan sencillo, y, especialmente oscuro, fue el suceso que nos trae hoy aquí. El hecho es que Agatha Christie, la reina indiscutible del misterio, desapareció del mundo durante once días del invierno de 1926.

A pesar de que ese año, 1926, le había traído la publicación de la que para muchos es su mejor novela —y para algunos, la mejor del género —, “El asesinato de Roger Ackroyd”, ese año, decíamos, no fue bueno para Agatha Christie. En el mes de abril había fallecido su madre, Clarisa, a la que estaba muy unida, y en agosto, su marido, Archibald, con el que llevaba casada casi doce años, le confesó que se había enamorado de una joven llamada Nancy Neele, y que quería divorciarse. Así las cosas, Agatha estaba, en el mejor de los casos, deprimida y ofuscada.

Nancy Neele

Agatha y Archibald

El viernes 3 de diciembre, pues, se inició el drama.

Agatha Christie y su marido tuvieron una fuerte discusión. Él le dijo que pasaría el fin de semana con su amante, en la casa de unos amigos. Los encuentros amorosos habían sido, hasta el momento, discretos y furtivos, tolerables, aunque dolorosos. Pero aquello sacaba a relucir las vergüenzas del matrimonio; aquel fin de semana, que él lo confesase con descaro, fue un golpe de tal calibre que tiró a la lona el mundo de la escritora. La discusión terminó cuando Archibald salió de la casa en busca de Nancy, y  dejando a Agatha en su despacho sin saber qué hacer.

Tras un rato intentando sobreponerse —o no —, Agatha escribió dos cartas: una nota a su secretaria en la que le decía que saldría a dar un paseo con el coche, y otra a su marido. El contenido de esta última nunca fue revelado, pues Archibald la quemó después de leerla, y cuando fue interrogado al respecto, tan sólo dijo que contenía temas personales, sin importancia. Después, subió al dormitorio donde descansaba su hija única, Rosalind, se despidió de ella con un beso, y se marchó.

Esa madrugada, el automóvil de Agatha fue descubierto en un camino de tierra, en Newlands Corner, en el área de Guilford, a setenta kilómetros de su casa. En su interior, la policía halló un abrigo de pieles, una pequeña maleta con ropa, y el permiso de conducir. De la escritora, ni rastro.

El Morris Cowley de Agatha abandonado

El asunto saltó de inmediato a las portadas de los periódicos. Agatha Christie no era aún la escritora archiconocida que llegaría a ser, pero ya era lo suficientemente famosa como para que el ministro de interior de la época, William Joynson – Hicks, se interesase personalmente en el caso y presionase a la policía. Se dice que más de mil policías y quince mil voluntarios participaron en el operativo de búsqueda, que incluyó el rastreo con sabuesos y dos aviones privados que sobrevaloraron durante días el área de la desaparición.

Sir Arthur Conan Doyle, cuyo interés por el espiritismo era bien conocido, también se involucró en la búsqueda, pero lo hizo a su estilo peculiar: logró hacerse con un guante de la escritora y se lo llevó a una médium en la confianza de que ésta sería capaz de averiguar su paradero. No fue así, pero, al menos, aseguró que Agatha, en contra de lo que muchos ya afirmaban, estaba viva. Y es que las teorías sobre su muerte se habían disparado. No eran pocos los que culpaban a Archibald de su asesinato: la prensa había sacado a la luz el romance que mantenía con Nancy Neele, y su deseo de divorciarse de la autora de “Muerte en el Nilo”, y para todos resultaba evidente que aquello era un buen móvil.

Partidaria de esta teoría era la también escritora Dorothy L. Sayers, creadora del detective aficionado Lord Peter Wimsey, y que habría de presidir el London Detection Club, una asociación que reunía a los escritores policiales más importantes del Reino Unido. Dorothy Sayers visitó el lugar donde había aparecido el automóvil de Agatha Christie, y observó que estaba muy cerca —diez kilómetros escasos —, de la casa en la que Archibald había ido en compañía de su amante.

Pese a los esfuerzos dedicados a la búsqueda, nada se sabía de lo que había podido ocurrir con Agatha, y los días pasaban. Los periódicos publicaban numerosos artículos, mostraban dibujos de los diferentes disfraces que la escritora podía haber adoptado, y ofrecían recompensas por cualquier pista sobre su paradero. Pero Agatha se había esfumado.

Y todo continuó igual hasta el 14 de diciembre. Ese día, el misterio —al menos, una parte de él —, se desveló después de que dos músicos de la orquesta que amenizaba las veladas nocturnas en el Swan Hydropathic Hotel, de Harrogate, reconocieron a Agatha en una de las huéspedes. La escritora se había registrado en el balneario, a casi cuatrocientos kilómetros de su residencia habitual, once días atrás. Lo había hecho con el nombre de Teresa Neele, de Ciudad del Cabo. Sí, había usado el apellido de la amante de su marido.

Durante su estancia en el hotel Agatha parecía relajada: leía los periódicos mientras desayunaba, tomaba las aguas, recibía masajes, y jugaba al bridge y al billar con otros huéspedes. Parecían ser unas bonitas vacaciones.

Cuando Archibald Christie llegó al hotel, Agatha no le reconoció. Así se lo contó Archie a los periodistas que se habían congregado en el exterior. Dijo que la escritora había perdido la memoria por completo.

La pareja salió del hotel por la puerta trasera, intentando eludir a la prensa —no lo consiguieron —, y se trasladaron a Abney Hall, una magnífica mansión que era la residencia de Madge, la hermana mayor de Agatha, y de su marido. Allí la escritora permaneció unos meses recuperándose de lo sucedido.

Abney Hall

La explicación de la amnesia no satisfizo a nadie; al contrario, pareció enfurecer a buena parte del público, incluidos los miembros del parlamento, que debatieron sobre si se debía trasladar el coste de la búsqueda a la escritora. Para muchos, había sido una compleja trama urdida para incrementar las ventas de sus novelas; otros decían que el verdadero motivo era el deseo de Agatha de dar un escarmiento a su marido, haciendo que pesase sobre él la sospecha de su asesinato. El hecho se había convertido en debate nacional, y todos en el Reino Unido tenían su opinión.

Dos años después, en una entrevista concedida al Daily Mail, Agatha Christie dio su versión de los hechos. Confesó que aquella noche del 3 de diciembre de 1926 había salido de su casa “pensando en hacer una estupidez”, y que perdió el control de su automóvil. En el accidente se golpeó la cabeza, y todo se oscureció. Durante su estancia en el Old Swan, seguía a través de la prensa las noticias sobre su desaparición, pero era incapaz de reconocerse a sí misma en las fotografías ni en aquel nombre que nada le decía. Aseguró que pensaba que la escritora había muerto. Ella, como todos los ingleses, también tenía su opinión.

La explicación sólo convenció a unos pocos, pero es probable que lo que contó fuese lo que realmente ocurrió. Existe un término en psiquiatría, “fuga disociativa”, muy extraño pero real, que se adapta como un guante a lo descrito por Agatha. La tensión de los últimos meses, la muerte de su madre, el descubrimiento de que su matrimonio había llegado a su fin, podían haber provocado un episodio como el vivido por la escritora, en el que su memoria desapareció y en su mente se creó una nueva identidad.

Agatha y su madre

¿Era cierto o sólo una excusa bien trabajada? ¿Quién sabe? Lo que sí es cierto, es que el enigma acompañó a Agatha no sólo en sus obras; también se manifestó en su vida, una vida fascinante llena de viajes, de éxitos, de historias y de Historia, la que se merece la reina indiscutible del misterio. A los demás, por fortuna, nos quedan sus novelas.