No recuerdo con claridad la primera vez que vi “Matar a un ruiseñor”. Creo que rondaba yo los veinticinco años, y que llegué a ella por recomendación de un amigo especialmente devoto del cine clásico. ¿O fue con el programa de José Luis Garci “¡Qué grande es el cine!”? Como digo, no lo recuerdo bien. Pero lo que siempre permanecerá en mi memoria — un recuerdo que se renueva con cada visionado — es la certeza de que “Matar a un ruiseñor” es mucho más que una magnífica película, más que una obra maestra del cine.

La imagen más clara es la ternura infinita que despiertan los personajes de Scout, maravillosamente interpretado por Mary Badhan — quien sólo tenía diez años y ninguna experiencia en el cine —, y del de Boo Radley, al que dio vida Robert Duval en el que también era su primer papel.

Recuerdo, también, el personaje que Gregory Peck construyó en el apogeo de su carrera: Atticus Finch, un héroe, padre admirado y hombre admirable. En Atticus todo es nobleza. Jamás haría nada mínimamente deshonroso; todo en él es humildad preñada de dignidad. La escena en la que mata al perro rabioso dejando perplejo a su hijo Jem, y que hoy disgustaría a más de uno, es magnífica. Su humildad le impide, incluso, advertir la admiración que ha provocado. Pero esto hay que verlo para comprenderlo.

Peck obtuvo el Óscar por su interpretación — lo contrario habría sido imperdonable —, y lo hizo compitiendo por el galardón con Jack Lemmon, Burt Lancaster, Marcelo Mastroiani y Peter O’toole, todos ellos en algunos de sus mejores papeles: Días de vino y rosas, El hombre de Alcatraz, Divorcio a la italiana y Lawrence de Arabia.

Pero “Matar a un ruiseñor” es mucho más. Es también el relato de una infancia, la que todos los niños deberían tener, y que hoy, tal vez, resulte imposible. Aquí está todo lo que hace de los primeros años de la vida una etapa memorable: el misterioso y terrorífico vecino que oculta una amenaza horrible en el sótano de su casa y que supone un reto continuo para los niños; el amigo que llega al pueblo con las vacaciones de verano, y que cuando lo hace, es como si nunca se hubiese ido; la caja de los tesoros — ¿Quién no ha tenido la suya? —; los conflictos por aquello que no se entiende; las preguntas impertinentes nacidas de la ingenuidad y de la curiosidad.

Todo ello está en la novela de Harper Lee, que ningún aficionado a la buena literatura debe perderse. Para ella fue también su primer trabajo — al menos, el primero en ser publicado —, y como Mary Badhan o Robert Duvall, nos legó una obra magnífica que le permitió ganar el premio Pulitzer. Tardaría más de cinco décadas en publicar de nuevo: “Ve y pon un centinela”, y siempre será recordada por “Matar a un ruiseñor”.

Y, por supuesto, está Robert Mulligan, el director, que venía del mundo de la televisión y que, como tantos otros, era considerado un segundón, casi un intruso en el mundo del cine que se aprovechaba de la popularidad creciente de la pequeña pantalla para irrumpir en el territorio de los grandes. Suyo es el mérito de escenas inolvidables plenas de sensibilidad e inteligencia. Es magnífica aquella en la que Atticus escucha, sentando en el columpio del porche, cómo Scout hace preguntas a su hermano sobre su madre muerta. Atticus deja la mirada perdida, recordando a su mujer en las respuestas de Jem, y conocemos entonces la intensidad de su tristeza. O la escena del juicio en la que el fiscal coloca la pierna sobre el brazo de su silla — definitivamente, es uno de los malos —, o el portazo del juez al salir de la sala. O aquella — conmovedora — de: “Levántese, señorita. Su padre va a salir”.

            “Matar a un ruiseñor” es mucho más. Nos reconcilia con la vida y con el ser humano, nos invita a pensar que, tal vez, haya por ahí un Atticus Finch, y que, tal vez, la nobleza, la bondad, la humildad, la dignidad, estén más presentes de lo que el mundo actual nos muestra.  ¿Quién sabe? El cine es sueño, y, ¿por qué no? Tal vez Atticus, y Scout y Boo estén a la vuelta de la esquina, esperándonos.

 

R. L. Rodríguez