Hollywood, tierra de sueños y de estrellas; Hollywood, cuna de las grandes ilusiones; Hollywood, la picadora de carne.
Su imagen describía su ascendente, el de una familia de emigrantes noruegos de los guapos de verdad: rubia platino, ojos verdes y rasgados, de mirada atenta y prometedora, y unas medidas que cualquier hombre desearía tomar. Era la imagen que podría haberle dado todo, porque todo lo tenía en aquel cuerpo deliciosamente esculpido por la juventud y la fortuna, que rezumaba erotismo y seguridad, y también un cierto toque de frialdad, aunque sólo fuese fingida. Lo que tenía dentro, sin embargo, lo arruinó todo, especialmente, a ella.
Se llamaba Barbara Lee Redfield, y nació el 16 de noviembre de 1927 en Minnesota. El suyo era un carácter rebelde, ansioso siempre de algo más, de hacer aquello que le viniese en gana, aunque fuese la peor de las opciones. Fueron las decisiones, se diría después, las malas decisiones…
La primera fue la de casarse a los dieciséis años por capricho y con el novio de aquella época, William Hodge. No le importó demasiado que sus padres lograran anular el matrimonio tres semanas después, y es que un año más tarde se casó con un piloto militar, John, del que tomaría el apellido por el que ya siempre habría de ser recordada: Bárbara Payton, uno de los juguetes rotos de Hollywood.
Logró convencer a John de pasar la luna de miel en la tierra de los sueños —seguro que le resultó fácil —. Allí se presentó a una audición de la RKO que habría superado de no ser porque se desmayó durante la prueba. Cuando el médico de los estudios la auxilió, le dijo que estaba embarazada: ese era el motivo del desvanecimiento. El consejo fue que volviese a casa a tener a su hijo y regresase al cabo de un año.
Tardó un poco más. Perdió el niño, pero, en 1947, tuvo otro hijo al que llamó John Lee. Al poco, abandonó a su marido y, en compañía de su hijo, regresó a Hollywood decidida a ser una gran estrella. Comenzó a trabajar como modelo y, poco después en el cine, en pequeños papeles, hasta que Richard Fleischer le ofreció el papel de coprotagonista en una película de serie negra, Atrapado, al lado de Lloyd Bridges. Era el año 1949 y ya le había llegado la fama.

Bárbara Payton y Lloyd Bridges
Aprovechó la diversión. La aprovechó tanto que la Universal, al observar la reputación que le habían granjeado sus continuos excesos nocturnos, decidió rescindir su contrato. A Bárbara no le preocupó, porque ya había cautivado a William Cagney, productor cinematográfico. El hermano de James Cagney le ofreció un contrato de cinco mil dólares a la semana —toda una fortuna —, y la contrató para ser la compañera de James en Corazón de hielo.
Según parece, no fue el espacio cinematográfico lo único que compartió con James Cagney. Se le atribuyen relaciones con otros actores del Hollywood de la época, como George Raft, John Ireland, Bob Hope, y —cómo no —, con el incansable Howard Hughes.
Continuaron las actuaciones al lado de los grandes, como Gary Cooper en Dallas, ciudad fronteriza y Gregory Peck en Solo el valiente. Y continuaron también las fiestas interminables regadas —mejor, inundadas — en alcohol. Y su carrera se resintió. Su siguiente película fue La novia del gorila, una película de serie B en la que acompañaba a buenos actores, pero muy por debajo en la lista de estrellas, como Raymond Burr, Woody Strode o el inolvidable —para los que adoramos la serie de El Halcón —, Tom Conway. Hubo quien le advirtió que su afición al alcohol y a las fiestas, además de las relaciones con hombres casados, perjudicaba a su carrera; pero ella no quiso verlo, o no quiso cambiarlo. Disfrutaba demasiado, y, para aquel entonces, ya era alcohólica.

Cartel de Dallas, ciudad fronteriza

Con Gregory Peck en «Sólo el valiente»
Había conocido a Franchot Tone —veintidós años mayor que ella, y recordado por su actuación en Rebelión a bordo—, e iniciaron una relación. Ambos tenían el mismo estilo de vida, se gustaban y se divertían juntos.
Bárbara no tardó en conocer otra cosa que también le gustaba. Esa “cosa” era Tom Neal, un actor mediocre que, de unos años hasta aquí ha alcanzado la notoriedad profesional que no tuvo en vida. El motivo es su actuación en Detour, una película de serie B rodada en poco más de un fin de semana, y que hoy se considera una obra maestra del cine negro. Comenzaron una relación y él se mudó al apartamento de Bárbara, un apartamento que pagaba Franchot Tone.
Una noche, la del 14 de septiembre de 1951, en la que Barbara y Tone regresaban de una de sus numerosas salidas nocturnas se encontraron a Neal en el apartamento. Los dos hombres iniciaron una pelea que no duró mucho. Neal había sido boxeador y seguía manteniendo la buena forma; Tone, en cambio, destacaba por su cuerpo escuálido y débil. Las consecuencias fueron las previsibles: nariz y pómulo rotos, y conmoción cerebral, todo del lado de Franchot Tone.
Tras el “incidente”, se diría que Bárbara, que nunca había considerado que la fidelidad en la pareja fuese un valor, tomaba partido por Franchot Tone, pues catorce días más tarde, la pareja contrajo matrimonio. El biógrafo de Bárbara, John O’Dowd, aclara, sin embargo, que ella mantuvo su línea habitual. Mientras Tone estaba en el hospital, recuperándose de sus heridas, Bárbara pasaba las noches con Neal; las mañanas las dedicaba a visitar a Tone, al que llevaba un termo lleno de Martini para que la recuperación le resultase más grata.

Con Tom Neal

Con Franchot Tone
Así las cosas, el matrimonio —el tercero de Bárbara —, no podía durar mucho, y es que cuando Tone descubrió que Neal seguía calentando su cama, solicitó el divorcio. Sólo habían pasado unos pocos meses desde la boda.
La separación pareció acelerar su caída profesional—la carrera de Tom Neal nunca había llegado a despegar —, y la pareja Payton – Neal inició el recorrido de películas prescindibles. Actuaron juntos en El gran golpe de Jesse James. Su director, Reginald Le Borg, con el que trabajaría en The Flanagan Boy y Tambores de guerra, diría en una entrevista muchos años después: “Imagínese haber trabajado con James Cagney, Gary Cooper y Gregory Peck y después trabajar conmigo. No se puede caer más bajo”.
Sí se puede.
Se embarcaron después en una gira teatral para representar El cartero siempre llama dos veces, y el resultado no pudo ser peor. En el estreno, Bárbara se desmayó a causa de la borrachera.
Tras este fracaso, Bárbara decidió encaminar sus pasos hacia Inglaterra en busca de las oportunidades que Hollywood le negaba, y actuó en dos películas de la Hammer. Allí anunció su compromiso con Tom Neal, un compromiso que nunca llegaría a formalizarse, pues unos meses después la pareja rompió definitivamente su relación.
Para entonces, la vida de excesos había dejado su huella en el cuerpo de la actriz. Había engordado y la belleza se le había desvanecido, como lo hicieron las buenas opciones. Fue detenida por pagar con cheques sin fondos, pero también se casó por cuarta vez. Pudo haber sido una salida, pero fue otro matrimonio que no duró.
Cayó entonces en la prostitución, la más baja de todas, deteniendo a los hombres que circulaban en sus automóviles en busca de sexo furtivo. La dependencia del alcohol era absoluta, y se le había unido otra más: la heroína. De cobrar cinco mil dólares a la semana había pasado a prostituirse por cinco, y, según lo que indica John O’Dowd, en ocasiones, era tal el estado de ebriedad que se olvidaba de cobrar por sus servicios.
Fue desahuciada del apartamento que ocupaba y terminó por dormir en la calle. Se multiplicaron los problemas con la ley por delitos como el robo, y también las peleas propias de su situación. La mujer que pocos años antes había destacado por su belleza había desaparecido, tenía sobrepeso, le faltaban varios dientes y sus adiciones habían ajado su rostro. Ella, sin embargo, seguía viéndose igual en sus ensoñaciones etílicas. O’Dowd cuenta que al mirarse en los escaparates, la imagen que el cristal le devolvía era la de la Bárbara Payton que había triunfado, la de los años felices, la que ella quería recordar. Pero era la única que se veía así.
Un día la encontraron tirada en el suelo, al lado de unos cubos de basura, desmayada. Tal vez aquél hecho fue el que le dio el impulso que necesitaba para intentar recuperar su vida, y regresó a casa de sus padres decidida a dejar el alcohol.
No lo consiguió.
El 8 de mayo de 1967 apareció muerta en el cuarto de baño. La causa de la muerte fue un fallo multiorgánico. No había llegado a los cuarenta años, pero los excesos le habían dejado una huella demasiado profunda en el cuerpo.
Le dio tiempo a escribir su autobiografía: No estoy avergonzada. Cuenta poco de su vida y es otro quien la escribe. Se dice que la editorial pagó dos mil dólares por la historia, y que, para obtener el relato, surtía a Barbara de un constante suministro de alcohol barato. También, que mientras hablaba con el escritor en presencia de su proxeneta, eran habituales las interrupciones de clientes que buscaban los servicios de la exactriz.
Existe una buena biografía de Bárbara Payton, la escrita por John O’Dowd, y titulada Kiss tomorrow Goodbye, The Barbara Payton Story, que es fácilmente accesible hoy.
Tom Neal tampoco tuvo un buen final: acabó encarcelado por el homicidio involuntario de su mujer, a la que disparó en la cabeza durante una pelea, y falleció al poco de salir de prisión.
En fin, la de Bárbara Payton fue una vida triste y rota, como la de muchos otros que llegaron a Hollywood en busca de éxito, fama y fortuna y se vieron arrollados por la desgracia. Lo tenía todo, y todo lo perdió, salvo el recuerdo.
Dicen que nadie muere del todo hasta que se le olvida. Tal vez sea cierto. Por si acaso, va por ti, Bárbara.
R. L. Rodríguez