Hace escasos días remembraba, con una glosa que tenía un mucho de arqueología cinematográfica o siquiera de desescombro de la memoria, los cuatro vampiros que más noches de zozobras provocaron en mi ya lejana niñez. Hoy se me antoja que,  puestos a proseguir la glosa arqueológica —o siquiera el desescombro de mi feble y sepultada memoria—, sin duda lo más razonable es hurgar en la figura de Kharis, aquella momia rediviva y ambulante que, embutida aún en vendas de lino, daba matarile a quienes habían profanado la tumba de su muy amada Ananka —o Ankhesenamun—, suma sacerdotisa del diosa Karnak e hija del faraón Amenofis III; historia esta que se nos ha contado, sobre todo, a través de tres de los más grandes actores del cine de monstruos: Boris Karloff, Lon Chaney Jr y Christopher Lee. Justo es, por tanto, que hagamos un poco de arqueología y arranquemos de sus sepulcros a unas momias redivivas y ambulantes que, pese a su larga inhumación, se nos hacen  aún muy vivas.

De entre estas momias ambulantes, la primera que hoy queremos recordar es la que Boris Karloff interpretó en la película que Karl Freund, allá por 1932, dirigió para Universal Pictures, cimiento de esa larga serie de películas que sobre el mito se filmarían en los años siguientes, hasta dejarlo hecho mojama o exprimido hasta el tuétano. En ella, Karloff inicia su actuación interpretando a la momia del alto sacerdote Inhotep —Kharis, en versiones posteriores—, quien ha sido castigado ad aeternum por haber querido resucitar a la bellísima Ankhesenamun mediante la lectura del papiro de la vida. Sorprendido, así, en su blasfemia por los hombres del faraón, el destino de Inhotep, tras la fallida anabiosis de su amada, será un velorio interminable, encerrado en vida en su ataúd.

En esta película inaugural, donde abunda ese excesivo aspaviento actoral tan frecuente en las películas de cine mudo, la momia de Karloff (Inhotep) es una momia de paso vacilante y rostro calcinado o socarrado por las llamas, que, al ser despertada, vuelve majareta al impaciente arqueólogo que lo ha arrebatado de su largo letargo y termina por desaparecer de la excavación, disuelta en brumas narrativas. Diez años más tarde, en una nueva excavación Karloff pasa a ser una momia sin vendas, pues el desvanecido Inhotep toma ahora la identidad de Ardath Bey, un egipcio que, sin revelar sus verdaderas intenciones, ayuda a los arqueólogos a descubrir la tumba de Ankhesenamun. Pero el afán secreto e indeclinable de Ardath Bey será el de devolver la vida a su amada Ankhesenamun, que descansa en su sepulcro, y gozar de ella para siempre. Para ello, sin embargo, ha de asesinar a la arqueóloga Helen Grosvenor— aquí interpretada por Zita Johann—, de gran parecido con la princesa.

Trasunto o sosias de Inhotep, el rostro de Ardath Bey es un rostro de erial o de suelo muerto por la sed, surcado por un millón de finísimas arrugas, con la piel como el papiro ajado; y en el justo centro de esa faz reseca, bajo el tarbush con que se cubre, habitan unos ojos que nos hablan y nos increpan, o nos desean mil sevicias. ¡Pero no es Ardath Bey una momia que estrangula a su enemigo! ¡No! Más al contrario, es una suerte de hechicero o de taumaturgo, dotado de toda una serie de insospechados poderes con los que es capaz de domeñar a sus enemigos e, incluso, asesinarlos a distancia, dejándoles el corazón hecho un gurruño para provocarles un infarto. Resulta este modo de actuar, en cierto modo, un tanto decepcionante, pues uno aguardaría que la momia diese porrazos por doquier, rompiese el mobiliario de la escena y se arrojase contra su presa, para estrangularla sin remedio. Y en su lugar, hemos de conformarnos con la aparición efímera de Inhotep, al inicio de la película, que no resulta fatal, y con los hechizos mortales de Ardath Bey, cuyos efectos advertimos en los visajes de dolor y en los escorzos de sus víctimas, que se contorsionan cuando el mago extiende su mano. Resulta sumamente teatral la actuación, pero es tal la expresividad de Karloff, que esta ausencia de vendas se ve recompensada con creces. 

     

Años más tarde, en 1942, Lon Chaney Jr se envolvería en vendas por primera vez en La tumba de la momia, que Harold Young dirigió para Universal pictures; y con su debut incorporaría al monstruo tintes más grotescos y macabros. También incorporaría esta versión de la momia dos hechos diferenciales que, desde entonces, pasarían a  configurar la trama argumental de la serie. Por un lado, Ardath Bey es sustituido por Mehemet Bey, sumo sacerdote de la orden del dios Karnak, a quien se le encomienda la misión de vengarse de aquellos que han profanado la tumba de Ananka. Por otro, la momia pasa a convertirse en un mero instrumento de muerte, desprovisto por completo de voluntad o siquiera sometido por entero a los designios de Mehemet, cuyas órdenes ha de cumplir sin decir un ay. Y es en esta falta de voluntad de la momia, creo, donde radica el temor que ahora nos inspira, pues ello la hace más ineluctable e irracional y, en consecuencia, mucho más peligrosa.

La momia que vemos en esta película —que ahora ya adopta el definitivo nombre de Kharis— es, muy probablemente, la versión más birriosa o chapucera de la serie. Los ojos son, quizás, demasiado vivaces para una momia, pues contradicen esa suerte de rigidez cadavérica que se le supone al personaje; y  el rostro, recubierto de un barro ocre o gris ceniciento, resulta un tanto burdo; ¡Hasta el cabello largo se le intuye en la pantalla, engominado por el légamo! Pero igualmente resulta aterradora. Es la de Chaney una momia fuerte y renca, que arrastra sin cesar un pie y deja en las veredas el asendereo de sus rondas, desdeñosa de los rastros delatores. También encoge un brazo y se lo deja en cabestrillo, como aquejada por un ictus. Pero, cuando se lanza en busca de su presa, una muerte segura nos aguarda al final.

La tumba de la momia generará en Universal pictures dos secuelas sobre el mito, interpretadas ambas por Lon Chaney Jr: El espectro de la momia, con John Carradine como Mehemet Bey, en una interpretación que no llega a cuajar, y una bellísima Ramsay Ames como alter ego de Ananka; y La maldición de la momia. Ambas películas se distancian de la serie B y avanzan un tanto en el alfabeto, pero, aun siendo de un calibre menor, resultan del gusto del aficionado.

Y tras estas dos secuelas de menor factura llega, en 1959, cuando el mito comenzaba a hacerse polvo, “La momia” (Hammer Productions), donde Christopher Lee y Peter Cushing retoman el enfrentamiento que tan solo un año antes habían protagonizado en Drácula, también dirigida por Terence Fisher.

En la película se suceden diversas analepsis que nos ayudan a entender la historia, de un modo similar al usado en las versiones anteriores. Vemos, así, con un color que asalta la pantalla, las exequias fabulosas de la princesa Ananka, que un ceñudo y compungido Kharis, con la voz quebrada por el duelo, dirige en su papel de sumo sacerdote. Y vemos, además, el terrible castigo que se le inflige a éste por intentar revivir a su amada. Y es en ese instante de castigo, precisamente, cuando percibimos el verdadero horror que supone la condena que ha de enfrentar Kharis. Pues, si los ojos de su momia son siempre inertes,  vemos en ese instante unos ojos pardos, casi negros, titilantes y fúlgidos, donde anida el miedo y la fatal resignación.

La momia de Lee, por su parte, se me hace la más tremebunda de la serie. Las vendas se le han cubierto de cieno, tiene el rostro enflaquecido, casi enteco, y los pómulos sobresalientes; la mirada, entre muerta e iracunda, y un paso no demasiado trastabillado le hace parecer invulnerable y le permite demoler cada obstáculo que se le presenta. Ejemplo de ello es la escena en la que Kharis, enfebrecido de odio, destroza los barrotes de la celda en que se encuentra Banning, el arqueólogo principal, y le causa una muerte que el anciano ha anticipado ya crudelísima. O la escena en la que irrumpe, con estrépito de cristales y de maderas, en la casa de John Banning —el inolvidable Peter Cushing—, dispuesto a cumplir con los designios criminales de Mehemet Bey. Pero, también, es una momia enamorada, cuyo amor por Ananka se ha preservado sin merma a lo largo de los siglos, resguardado en los paños de la eternidad. Y cuando se encuentra en presencia de Isobel Banning, la esposa de Cushing, cuyo papel encarna una Yvonne Furneaux de belleza cuasi preternatural, Kharis se nos vuelve casi de manteca y desoye las órdenes de su custodio, Mehemet Bey.

En cuanto a este personaje, si en La tumba de la momia el papel de Ardath Bey —ahora ya Mehemet— lo interpretaba Turhan Bey —la coincidencia perturba un tanto—, actor de origen turco que luce unos trajes maravillosos y un pelo coruscante de gomina que, para quienes ya estamos en declive, se nos antoja casi un insulto; en la cinta de Fisher el papel es interpretado por un muy creíble George Pastell, que le da un tono más solemne y, quizás, más enfebrecido por la urgencia de su misión. Oculta, Pastel, el odio inmenso tras una apariencia de elegante respetabilidad. Pero ese odio inmenso brota cuando invoca a Kharis, como una infección que de pronto se revela, y entonces se nos muestra fanático y criminal.

 

En lo que respecta al magnífico oponente de Christopher Lee, Cushing se nos antoja un personaje más anfractuoso que el Van Helsing que interpretó en Drácula. El escepticismo que muestra en un inicio ante las advertencias de su padre, se ve pronto sustituido por una dolorosa frustración al contemplar el escepticismo de quienes le rodean. Cushing adivina su pronto final a manos de Kharis y, en consecuencia, le vemos un tanto medroso. Pero casi de inmediato se sobrepone al temor y se arma para la batalla. Es el Cushing de Drácula, transido de una absoluta determinación, que enfrenta la muerte sin duda y sin duda enfrenta la lucha desigual que se le plantea.

Cuando uno termina de visionar esta películas de La momia y medita un tanto sobre ellas —películas de arqueólogos con trajes de lino y sombreros panamá o salacot, que con sus lupas gigantescas o sus impertinentes se zambullen en abstrusos jeroglíficos polícromos, que debaten en veladas placenteras en sus bibliotecas mientras disfrutan de un oporto o de un brandy al cariñoso calor de la chimenea, y en las que la caballerosidad y la elegancia permean cada diálogo—, no puede evitar cierta pesadumbre en el alma por un tiempo que se nos ha ido. Observa, luego, las versiones que vendrían en los estertores del siglo XX y en los inicios del XXI, e inadvertido, como esa leve pero incisiva pesantez de la nube que se cierne sobre uno y con su peso casi ingrávido le abruma, siente ese uno que le invade la nostalgia y una cierta sensación de orfandad. Y es que somos gentes de otra época, tal vez, trasplantados a un presente hostil o siquiera feo. Pero al instante comprendemos que aquellas cintas que se nos han quedado prendidas de la memoria son, como las momias de Karloff, de Chaney o de Lee, inmortales para siempre, y en un segundo esa sensación de leve pero incisiva pesantez desaparece como ha brotado.

 

 

Gervasio López