Hoy, que me encuentro flojo y quizá imbuido de esta moda un tanto boba de publicitar los miedos propios para así hacernos más auténticos, quisiera hacer una breve remembranza del Conde Drácula, quien ha sido, sin duda alguna, el personaje cinematográfico que más horas de sueño me ha arrebatado durante mis años infantiles, por imaginarlo al pie de mi cama, propiciando mi vigilia, u oculto entre las más siniestras tenebrosidades de mi dormitorio, a la espera de hincarme el diente. Y es que Drácula —o Nosferatu, o los vampiros en general, para no perdernos en absurdas disquisiciones—, se me antoja una figura indiscernible de la vida de cualquier cinéfilo.

Una somera búsqueda en internet nos advierte que la primera película de vampiros de que se tiene constancia en los anales se debe a George Melies, que en 1896 perpetró una cosa llamada La mansión del diablo, con murciélagos que penden de hilos invisibles, fantasmas que aparecen y desaparecen, como por arte de birlibirloque, y un vampiro que se nos antoja ilusionista, pues agita sin cesar su varita mágica, provocando todo tipo de extraños hechizos. Y aunque no dudo de la calidad de la misma ni de la capacidad que ésta pudo tener en su día para hacer dar un respingo en el asiento a los espectadores antañones, en mi acervo memorístico —supongo que en el de casi todos— el hito inaugural de este cine vampírico lo representa Nosferatu, película dirigida por Friedrich Wilhelm Murneau en el año 1922, y en el que el Conde Orlok, un vampiro escuchimizado, corcovado y orejudo, merodeaba por entre el claroscuro de la pantalla en busca de mozuelas que echarse al coleto o, siquiera, trincharlas con aquellos dos colmillos centrales que le descollaban por entre los labios finos. La película, con intertítulos olvidadizos de la letra gótica, está tintada en un sepia muy anaranjado que de improviso vira a un amarillo bilioso o a un verde de botella, pero el talento cetáceo de Murneau, la colectánea de actores feísimos y estrafalarios de que se sirve, y esa fotografía que a cada poco pinta cuadros maravillosos, hacen de Nosferatu un recuerdo imborrable para el aficionado al cine, que ya nunca jamás podrá borrar de su memoria.

También imborrable ha resultado para mí su protagonista, pues, aunque la estampa del Conde Orlok no es la de esos Dráculas egregios, mucho más canónicos, que más tarde vendrían, sus cejas como acentos circunflejos, su nariz falcada y sus orejas como de hojaldre han llegado a conformar uno de los monstruos más aterradores que en el cine de terror han sido.

Tras el Conde Orlok se ocultaba Max Schreck, un veterano actor teatral, de aspecto enfermizo y aterrador, cuyo apellido significaba literalmente “susto”; y en cuyo rostro, aun desprovisto de potingues y postizos, parecen anidar la muerte y la amenaza.

Nosferatu

Max Schreck

Más tarde llegaría Bela Lugosi, actor histriónico, teatral y endomingado, de mirada intensa y a veces desorbitada, que daría al personaje una vis ya definitiva de seductor irrefrenable, que dejaba a las mujeres turulatas. En la película que Todd Browning dirigió en 1931, Bela se ataviaba con una sempiterna capa negra, de seda muy brillante, que besaba casi el suelo y, pese a ello, nunca se infamaba con la mugre del castillo. Como tampoco se infamaba con la mugre su chaqué, ajeno al polvo y a las telarañas. Desde entonces, a Drácula lo imagino siempre así, con capa y con chaqué, con el pelo embetunado y coruscante de gomina y en los ojos el albor límpido y feroz de un foco.

También he de confesar, no obstante, que hoy, cuando veo alguna de sus fotos, con sus ojos torvos alumbrados siempre por un foco, me parece ver en él a un Gardel enfurecido, porque el tango no le sale o el bandoneón se le ha extraviado. Pero al instante vuelve a mí el recuerdo de mis pesadillas infantiles, con un Bela esquivo de la cruz y los espejos, y entonces se me va tal desatino.

Bela Lugosi como Drácula

El Drácula de Christopher Lee, dirigido por Terence Fisher en 1958, fue, quizás, el más aterrador de todos con los que me he topado. Lee era un intérprete más verosímil que Lugosi; y su Drácula, mucho más cruel y sanguinolento que los anteriores. Por primera vez tenía Drácula, además, una némesis tan memorable como él, pues el Van Helsing interpretado por Peter Cushing, a quien tantas veces veríamos después en el papel, terminó por cobrar un carácter absolutamente protagónico. También el technicolor le daba al film de Fisher un aspecto hasta entonces inédito a las películas de vampiros; y así, para fardar de gama cromática, a menudo chafarrinones de una sangre de color chillón, en exceso tomatera, parecían salpicar la pantalla como un bicho que se despachurra; y en no pocas ocasiones unas escurrajas carmesí le asendereaban al conde las comisuras de los labios y le dejaban en los labios el baldón de la maldad.

También era aterrador el Drácula de Coppola (1992), en una curiosa visitación del mito con visajes steampunk y delirios de una sexualidad un tanto esquizoide o perturbada, donde el vampiro se confunde con un hombre lobo y en la que las sombras parecen personajes principales del elenco, pese al fantástico reparto con que contó el director. En esta ocasión, la película nos muestra tres versiones disímiles del mito Draculeano, interpretadas todas ellas por un Gary Oldman magnífico: una primera, retrospectiva, que vincula al personaje de Drácula con Vlad Tepes, el famoso empalador; una segunda, la del Drácula londinense, siempre en busca de Mina, que resulta un vampiro cursi y empalagoso, con quevedos oscuros, perilla en mosca y melena con meandros y tirabuzones, con el que casi anticipamos esos Dráculas miramelindos y cagapoquitos que vendrían con el S. XXI; y una tercera versión más anciana, donde el vampiro se nos presenta ajado y retorcido, con resabios de iniquidad y una arquitectura capilar que semeja aludir a las bóvedas de su castillo valaco, y que, pese a ello, resulta la versión más terrorífica. Resulta memorable la escena inaugural del Drácula anciano, como una sombra casi ofidia que repta por sobre un paramento de piedra; e igualmente memorable se nos hace el lameteo que Drácula le propina a la navaja con que Harker se ha cortado al afeitarse, en la que es, quizás, la escena que mejor expresa ese apetito ineluctable que los vampiros sienten por la sangre. Sin duda, a este Drácula anciano apenas cuesta nada imaginárselo con las estacas gordas con que empalaba a sus enemigos, matando a troche y moche.

 

 

También en esta versión de 1992 tiene Drácula un oponente magnífico. Pero el Van Helsing que aquí nos ofrece Anthony Hopkins resulta en exceso desbocado, con su pellizquito de ordinariez, y por ello palidece ente el recuerdo de Cushing.

Sea como fuere, la figura del Conde Drácula permanecerá para siempre en mi memoria cinéfila, como colgando de una viga, aguardando el momento propicio para aparecer de nuevo. Y aunque es cine y en él todo es mentira, aún en ocasiones lo imagino al pie de mi cama u oculto entre las más siniestras tenebrosidades de mi dormitorio, deseando hincarme el diente.

Tal vez —lo asumo— este pensamiento pueril les resulte ridículo, pero no olviden ustedes, damas y caballeros, que la fuerza del vampiro reside en que nadie cree en su existencia.

 

 

Gervasio López