― Llevaré una falda naranja y una blusa blanca, para que puedan reconocerme ― dijo a los agentes de la Oficina de Investigación la tarde del 21 de julio de 1934 en que firmó su entrada en la historia.

La combinación se convirtió en un vestido rojo en los periódicos; resultaba más llamativo: “la mujer de rojo”. Así pasó a ser conocida Anna Sage, Ana Cumpanas de nacimiento, prostituta, madame y confidente.

Sabía que el departamento de inmigración y naturalización de los Estados Unidos había dado con ella, y que la consideraban una indeseable ― ya había suficientes prostitutas nacidas en el país ―. El siguiente paso era su deportación a su Rumanía natal, aquel lugar del que había huido en 1914 y al que no tenía intención de regresar. Las cosas le iban bien en América. Tenía un buen negocio que le permitía ganarse la vida con cierto desahogo, muy lejos de las privaciones que había tenido que soportar. No quería dar un paso atrás, y tenía un as en la manga para lograrlo.

― Le he reconocido por las fotos. Es él ― les había asegurado ―. Es el mismo tipo que sale en los periódicos.

Claro que lo era. El tipo que Polly Hamilton, una de sus chicas, había llevado a su casa era John Dillinger, ladrón de bancos, asesino de policías y uno de los tipos más buscados de los Estados Unidos; aunque, también, uno de los más admirados del país. Todo el mundo odiaba a los  bancos y a los banqueros, y admiraba a los tipos que les hacían la vida difícil.

John Dillinger iba a ser  su moneda de cambio: aquel tipo le aseguraría cinco mil dólares y su permanencia en el país.

Había tomado la decisión de vender a Dillinger en cuanto le echó la vista encima. Sabía que Polly estaba entusiasmada con aquel tipo. Le había regalado un anillo de oro con las palabras “Con todo mi amor, Polly” grabadas en su interior. Y parecía mutuo: él llevaba un reloj de bolsillo con la foto de ella. No parecía importarle que Polly fuese prostituta. Y a pesar de tener a la policía de todo el país y a la Oficina de Investigación detrás de él, John Dillinger no parecía asustado. Ni siquiera se escondía. Él y Polly le habían pedido que fuese con ellos al cine la noche siguiente.

― No sé a qué teatro iremos. Puede ser al Marbro o al Biograph ― los tipos de la Oficina de Investigación se habían mirado entre ellos. Parecía que intentaban decidir si era cierto o no. O, tal vez, que era un incordio tener que vigilar dos lugares…, pero podían hacerlo. Eran la Oficina de Hoover.

Todo parecía ir muy rápido. Aquel sábado, hacia el final de la tarde, había telefoneado a la policía. El poli con el que habló le puso en contacto con la Oficina de Investigación, los tipos que dirigían la búsqueda de Dillinger: Samuel Cowley y Melvin Purvis. Cowley tenía un rostro que casi se podría definir como noble, pero el de Purvis era muy diferente. Era un tipo pequeño y flaco, bien peinado y trajeado ― como todos los demás tipos de la oficina ―, con una mirada falsa, ambiciosa…, inteligente pero cruel. Dirigía la oficina de Chicago del BOI y empezaba a hacerse famoso.

El trato era sencillo: cinco mil dólares y la promesa de no ser deportada a Rumanía. El dinero era cosa hecha; la no deportación, no tanto. Los tipos de la Oficina de Investigación le habían dicho que intentarían mediar con el departamento de naturalización, pero no habían querido darle garantías.

Decidió aceptar, a pesar de todo.

Al día siguiente, 22 de julio de 1934, todo debía acabar. La oficina de investigación seguía sin saber a qué cine irían ― Anna no había despejado la duda todavía, y la hora se acercaba ―, así que Samuel Cowley envió hombres al Marbro y al Biograph, confiando en que Dillinger aparecería en uno de ellos. A las 20:30 ocurrió. El escurridizo ladrón de bancos, uno de los tipos más buscados del país, llegó al teatro Biograph, en el número 2424 de la avenida Lincoln, en Chicago, en compañía de su novia, Polly Hamilton y de la mujer que le había vendido. La película que iban a ver era “Manhattan melodrama”. La elección era lógica. En España se tradujo como “El enemigo público número uno”, y estaba protagonizada por Clark Gable, en quien, sin duda, Dillinger se veía retratado.

Melvin Purvis, quien vigilaba el lugar junto a algunos agentes, telefoneó de inmediato a Samuel Cowley. Éste, a su vez, telefoneó a J. Edgar Hoover para informarle de que el hombre a quien llevaban buscando un año, había aparecido. El director ordenó que no se hiciese nada dentro del cine, que esperasen a que el Dillinger saliese y que, entonces, se echasen sobre él.

Así lo hicieron. Cowley dio instrucciones para que todos los agentes que vigilaban el Marbro se trasladasen de inmediato al Biograph y se unieran a los que ya vigilaban la calle y la salida del teatro.

A las 22:30 terminó la película y los espectadores comenzaron a salir. Era una noche cálida, y la calle estaba atestada de viandantes. Dillinger salió del cine con las dos mujeres. Llevaba un sombrero de paja, sin chaqueta, y ― dicen ―, unas gafas oscuras. Comenzó a caminar a lo largo de la avenida Lincoln sin percatarse de que pasaba frente a Melvin Purvis, que disimulaba pegado a un portal mientras encendía un cigarro. Era la señal convenida. En cuanto el resto de los agentes vio la llama de la cerilla que identificaba a su objetivo, se pusieron en marcha.

John Dillinger, acostumbrado a ser perseguido, se percató al instante de que iban a por él, y echó a correr al tiempo que sacaba un revólver del bolsillo del pantalón. Comenzaron a sonar los disparos. Tres de ellos le alcanzaron, y Dillinger cayó al suelo, herido de muerte. Los agentes de la oficina de investigación que le dispararon, y que habrían de recibir las felicitaciones de Hoover por ello, fueron Charles B. Winstead, Clarence O. Hurt y Herman E. Hollis.

La noticia de la muerte de Dillinger corrió al instante por el país. Los viandantes que presenciaron su muerte se acercaron al cadáver para ver de cerca al verdadero enemigo público número uno. Algunos de ellos mancharon sus pañuelos con la sangre que abandonaba el cuerpo del gánster, a modo de recuerdo tétrico; otros se llevaron la sangre con la suela de sus zapatos. ¿Cuánto se pagaría por un zapato o un pañuelo con la sangre de John Dillinger? Era más importante que Bonnie & Clyde, y los recuerdos de estos se vendían bien.

En medio del revuelo callejero, el cuerpo de Dillinger fue trasladado al Alexian Brothers Hospital, donde a las 22:50 fue declarado muerto.

Sería enterrado en el cementerio Crown Hill, en Indianapolis, Indiana. Allí, el encargado de la funeraria declaró que al cadáver le faltaba el cerebro, y  el forense que le practicó la autopsia tuvo que reconocer que se lo había extraído. Según dijo, pretendía conservarlo con el fin de realizar estudios médicos.

Según los archivos del FBI, los agentes especiales M. Chaffetz y Earle Richmond tomaron dos juegos de huellas del cuerpo en la calle; en la morgue se hizo lo mismo, y todas las muestras fueron comparadas con las que constaban en los archivos de la Oficina de Investigación.

Estaba hecho. La oficina de investigación a cargo de J. Edgar Hoover había vuelto a hacerlo. Había retirado de las calles a un enemigo del pueblo americano.

Pero las dudas habrían de surgir, aunque fuese ochenta y cinco años más tarde.

En 2019, los sobrinos de Dillinger, Michael C. Thompson y Carol Thompson, solicitaron la exhumación del cadáver, alegando que el fallecido no era su tío. Y el 3 de julio de ese año, el Departamento de Salud de Indiana aceptó su solicitud.

Las dudas sobre la identidad del cadáver habían surgido al poco de su muerte. Se aseguraba que Dillinger se había hecho la cirugía estética para modificar su rostro, y que se había quemado las yemas de los dedos con ácido para evitar ser identificado. Las huellas no podían haber coincidido. Además, se decía que el cadáver de la morgue tenía los ojos de otro color; y que el cabello y el bigote habían sido teñidos para que fueran del mismo tono que el natural de Dillinger.

A las dudas anteriores se sumaba el hecho de que el padre de Dillinger había cubierto la tumba con 2,3 toneladas de hormigón. La excusa era el temor a que la tumba de su hijo fuese profanada. Había recibido ofertas para exponer públicamente el cadáver y las había rechazado. ¿Cabía la posibilidad de que lo robasen y lo expusiesen cobrando entrada a lo largo del país?

La dirección del cementerio no dio su consentimiento a la exhumación por las dificultades del proceso y las molestias que ocasionaría. Este era un requisito imprescindible según las leyes del estado, y tras su negativa, History Channel, que tenía previsto rodar un documental sobre la exhumación, comunicó que cancelaba el proyecto. Finalmente, en enero de 2020, la familia afirmó que renunciaba a sus aspiraciones.

Habría sido interesante conocer el resultado de la exhumación, aunque, sin duda, resulta más atractivo alimentar la teoría de la conspiración.

Queda pendiente el relato más detallado de sus robos, de sus enfrentamientos con la policía de diversos estados y la oficina de investigación, el tiroteo de Little Bohemia, sus fugas de prisión…

Pero esas son otras historias.

R. L. Rodríguez.