Las notas de Skylark parecían remetérsele en las entrañas y juguetear con ellas, como una reata de hormigas rebullentes en procesión. Le acariciaban el estómago y le dejaban en él una suerte de presagio grato y vivificante, como cuando presentimos el anuncio promisorio de una pronta recompensa. También le coloreaban en las mejillas un arrebol de frívola coquetería, aunque tal vez aquel rubor incipiente se debiera a los arranques de una naciente voluptuosidad, ese calor íntimo y cosquilleante que preludia a la rendición carnal.
Su acompañante le resultaba sumamente atractivo. Tenía la apostura y los modos de un galán, la trataba con exquisita delicadeza y la escuchaba con atención, como si en realidad le importara cuanto ella decía; pero también dejaba traslucir una cierta vis canalla que hacía que el vientre de Elizabeth se convirtiera en un tremedal, casi convulso por la excitación. En cierto modo, parecía un remedo de Clark Gable o un sosias caballeroso de Errol Flinn. Y al bailar, no hacía como aquellos pegajosos repugnantes que tan solo ansiaban frotar cebolleta y visitar vetadas geografías. No. Éste se limitaba a sujetarla con virilidad entre sus brazos y aproximarse un tanto, apenas lo bastante como para dejar que la muchacha presintiera la fortaleza de sus músculos y notase aquella tibieza fragante y turbadora que le brotaba del cuerpo. Se movía con sorprendente liviandad, casi flotando, y a su acompañante la llevaba como suspendida de unas alas, con una gracilidad tal, que hubiera podido motejarse de mística si no fuese por cierta lubricidad cochina que se avecindaba en el bajo vientre de ambos.
«Tal vez» pensaba Elizabeth mientras su cuerpo se mecía con seductora lentitud «aquél pudiera ser el hombre por quien tanto había rogado durante sus noches tristes; el hombre que podría ayudarle a olvidar a Mathew o, al menos, hacer que el dolor se atemperase y se volviera soportable; tal vez, sí, aquél que pudiera ayudarle a salir del tráfago de turbias relaciones en que se había enfangado durante los últimos meses.
Desde la muerte de Mathew, su prometido, los días de Elizabeth estaban hueros y arruinados. Y al verse sola y sin futuro —o siquiera con un futuro doliente—, los sueños de convertirse en actriz habían regresado hasta ella como a modo de lenitivo, como una forma de resucitar añosas ilusiones que le ayudaran a vivir y así no caer en la desesperación. Pero aquellas añosas ilusiones pronto se habían revelado irrealizables o, al menos, artríticas y enmohecidas, pues, por más que intentara acercarse a los oropeles de los platós cinematográficos, todos sus esfuerzos se mostraban baldíos. Al poco, sin embargo, aquel camino promisorio se le había llenado de escollos y socavones, y todos los hombres que hallaba en la senda resultaban ser como sapos, apenas unos bichejos mucilaginosos que no ansiaban más que seducirla, beber de su belleza inmarcesible, nutrirse de sus carnes rotundas y luego abandonarla en un motel sórdido y desharrapado, como haría un depredador cualquiera con la víctima que acecha.
¡Pero aquel hombre era distinto!
¡Sí, tenía que ser distinto a los demás! ¡Tal vez, incluso, fuese como su Mathew!
En su mirada había limpidez, dulzura y sinceridad, y no el catastro de perversiones que acostumbraban a procesionar en los ojos de los demás. Junto a él, sí, tal vez las alboradas fuesen fúlgidas de nuevo y los socavones del camino se allanaran; tal vez, sí, aquellas añosas ilusiones reverdecieran nuevamente; y tal vez, sí, su vida malbaratada fuese a mejor.
Las notas de Skylark cobraban ya un tono marcescente y otoñal, se elevaban sobre el proscenio y desaparecían entre un rumor de campanillas y cascabeles, pero aún el cuerpo de Elizabeth se estremecía entre los brazos musculados de su acompañante, que ahora la sujetaba como quien sostiene un pajarillo entre sus manos.
Abandonaron la pista de baile con una sonrisa un tanto tímida prendida de los labios. Tomaron sus abrigos y salieron a la calle. Tras ellos, la música comenzaba a colarse de nuevo entre las fumarolas que pendían del techado.
— ¿Te importa que pasemos un momento por mi apartamento? —dijo él de pronto—. He de coger una cosa, será un segundo; y luego podremos ir adonde tú quieras.
Elizabeth se giró hacia él y lo observó. Semejaba querer cerciorarse de que cuanto había visto en él era verdad, penetrar en su alma y revisarle las honduras, pero para entonces ya era víctima de esa audacia entre medrosa y precipitada que preludia al amor.
—Claro. Sin problema —respondió; y su amplia sonrisa semejó crecer.
También él sonrió. Y también a él le pareció ver que la sonrisa de Elizabeth se ampliaba de oreja a oreja.
Gervasio López