Aborrezco la credulidad y a cuantos pretenden inundarnos con historias de fantasmas o sucesos paranormales, pues no soy hombre que se deje llevar por dogmas indemostrables ni fes de baratillo. Más al contrario, y aun a riesgo de parecer soberbio, he de decir que me considero hombre culto, de verbo vivo y mente gobernada por la Razón; y no obstante ello, también ferviente admirador de aquellos que, contraviniendo lo establecido, lucubran extrañas hipótesis con el fin de dar inicio a un debate hasta entonces inédito y así avanzar en el conocimiento universal. Creo que estos alardes de valentía son ciertamente necesarios para el progreso, y estoy convencido, además, de que refugiarse en lo convencional no nos depara sino una triste reclusión en el pasado negro. Pero lo que realmente me enerva, lo que produce en mí un rechazo enconado, es esa gente que, descabalgando de la Razón, explica aquello que nos resulta ignoto por medio de lo irreal, lo fantasmagórico o aquello que toda esta patulea ha dado en llamar “el otro lado”. A esa gente —he de confesarlo—, no la tolero, y no haré sino rebelarme contra sus burremias e intentar arrastrar sus absurdos comentarios hasta el légamo de la sinrazón, donde merecen yacer.
Es, por ejemplo, argucia común en gente de tal catadura, el atribuir mano fantasmal a esas experiencias nocturnas que sufrimos aquellos que tenemos escasa disposición al sueño; y así, por culpa de gentuza como esta, la simple visión de sombras al pie de nuestra cama, o esos desapacibles murmullos que escuchamos en ocasiones, suelen explicarse por el concurso travieso de espíritus atormentados. Son —dicen estos mentecatos—, extraños visitantes de dormitorio que, por haber dejado causas pendientes en este mundo de desdichas, se ven incapaces de dar el salto a un agradable más allá. Precisan de nuestra ayuda, buscan nuestro amparo, y lo solicitan de esa curiosa forma: haciéndose visibles a nuestros ojos legañosos, para que no podamos soslayar su presencia y así nos sintamos impelidos a actuar en su favor.
Impensable es, para esos mentecatos, argüir que esas “presencias” no son más que el original resultado del juego de luces y sombras que se acostumbra a producir en nuestras habitaciones; e ilusorio sería para ellos, por tanto, pensar que tales visiones no son más que pareidolias —o como Dios quiera que se llamen—. Del mismo modo, y por extensión, ridículo sería pensar que esos murmullos casi inaudibles no son sino el fruto de un desequilibrio de presiones en nuestro oído interno o —por esbozar una explicación más prosaica—, el simple rumor del viento que sacude nuestras ventanas, se cuela por estrechas rendijas ocultas o acaricia las cubiertas de nuestros hogares. ¡No, maldita sea! ¡No! Ellos, por el contrario, optan por los “visitantes de dormitorio”, de modo que no hay explicación sesuda que les valga ni argumento que no desechen.
¡Ayyyy! ¡Miserables demediados!
Si no fuese conocedor del daño que sus mentiras pueden ocasionar en los más crédulos e ignorantes, me reiría de sus afirmaciones y ni un minuto de mi tiempo invertiría en desmentirlas. Pero, dado que sí soy consciente de ello, ni un instante descansaré hasta que semejante patulea de iletrados se vea recluida entre los fríos muros de un presidio, donde sus argumentos sólo puedan ser escuchados por las ratas, que se me antojan sus congéneres más cercanos.
Y ahora, mientras esto digo, la risa acude a mí, pues es curioso lo que veo. Dirían esos bárbaros que es un visitante de dormitorio, un espíritu inquieto que acude a mí en busca de consuelo o, incluso, de venganza. Y es cierto que podría parecerlo, pues ¡es de tal perfección, es tan vívida su imagen, que incluso a mí se me eriza el cabello! Ahora… no sé. Parece balbucir algo, como si quisiera comunicarse conmigo. Es un extraño murmullo el que parece brotar de su boca, que semeja contraída por el dolor. Tal diría que es una voz humana, gutural, aunque humana. ¡Pero no! ¡No puede ser! Sin duda ese sonido es el viento al golpear contra los muros de mi casa.
¡Pero qué extraordinario resulta, maldita sea, la semejanza de esa sombra con una figura humana! Su rostro es cadavérico y macilento, con las mejillas hundidas y los pómulos ahuesados, como farallones que descuellan en la mar.
Ahora, ¡sí! ¡Parece que se mueve! ¡Sí… se está moviendo! Extiende sus manos huesudas, nudosas y deformes hacia mí, como reclamando algo. Y aunque nada hay en mi dormitorio donde se perciba movimiento alguno, sí parece que ese ser se mueve; sí parece que ese ser estira sus brazos y se dirige hacia mí. Pero no. No es posible.
Y sin embargo. No, no puede ser. Pero…
¡Dios mío! No. ¡Dios mío! ¡Noooo!
Gervasio López