Fue adorada y odiada a partes iguales en su país, e incluso después de muerta suscitó miedos y pasiones, fue objeto de intrigas políticas y de luchas por el poder, todo para evitar que su tumba se convirtiese en lugar de peregrinaje, en algo que pudiese incitar a las masas a levantarse contra el poder.
Eva Duarte nació el siete de mayo de 1919 en el seno de una familia humilde que nunca imaginó lo que el futuro tenía preparado para ella. A los quince años se trasladó a Buenos Aires con el sueño de triunfar en el mundo del cine, y un tiempo después comenzó a trabajar en la radio musical, donde también actuaba en las novelas radiofónicas que tanto éxito tenían en aquel tiempo.
Fue en 1944 cuando conoció a Juan Domingo Perón, y un año más tarde se casaron. Ella tenía 26 años y él, 50. En 1946, Perón se convirtió en presidente de Argentina y Eva ― quien pasaría a ser Evita para los argentinos―, en un mito. El pueblo ― los descamisados, como ella les llamaba ―, la adoraba.
Pero surgió el cáncer, que fue arrasando su cuerpo hasta que acabó con su vida el 26 de julio de 1952, cuando tan sólo contaba treinta y tres años. El presidente Perón no quiso perder la presencia de la que había sido su esposa durante siete años y ordenó que el cadáver fuese embalsamado. Para ello, contrató los servicios de un reconocido patólogo español, el doctor Pedro Ara.
El proceso de embalsamamiento del cadáver fue arduo, y se extendió durante casi un año. Era necesario restaurar la belleza original de Evita que el cáncer había arruinado y hacer que perdurase para siempre. Y lo consiguió. El doctor Ara aseguró al término que el fuego era lo único que podría destruir su obra. Cobró cien mil pesos argentinos por ello.
El cadáver fue expuesto en la sala sesenta y tres de la sede de la Confederación General del Trabajo, en la ciudad de Buenos Aires, donde permaneció hasta que se produjo el cambio en el poder político en Argentina.
Perón fue derrocado en septiembre de 1955 y tuvo que huir del país dejando tras de sí una situación política asentada sobre un polvorín a punto de estallar. El nuevo gobierno lo sabía, era necesario acallar cualquier conato de resistencia, y el cadáver de Evita Perón, la mujer que había sido amada por millones de argentinos, era un recordatorio de un tiempo que muchos no querían que regresase. Era necesario, por tanto, hacerlo desaparecer.
Surgieron dudas sobre lo que había que hacer con el cadáver. Durante un tiempo se pensó en quemarlo, también en hundirlo en el mar o en enterrarlo en algún lugar discreto. No se llegaba a un acuerdo en este punto, pero en lo que no había dudas era en que debía desaparecer. Y el presidente Aramburu dio la orden.
Una noche de noviembre de 1955, el coronel Moori Koening, director del servicio de inteligencia del ejército, entró en la sede de la Confederación General del trabajo, acompañado de varios de sus hombres. Cogieron el cuerpo de Evita Perón, lo trasladaron hasta un camión que aguardaba en la calle y lo llevaron a un piso franco. Al poco, comenzaron a aparecer velas en la calle en que se situaba la vivienda, y los militares se convencieron de que la ubicación del cadáver había sido descubierta por los seguidores de presidente en el exilio, Juan Domingo Perón. Por temor a un ataque, decidieron cambiar el emplazamiento y comenzó el recorrido del cadáver por diversas viviendas del servicio de inteligencia militar.
Moori Koening valoró la posibilidad de guardarlo en su propia vivienda, pero su mujer no se lo permitió. Así pues, fue su asistente, el mayor Arandía, quien ofreció su casa para tal fin.
Continuamente temían un ataque de los peronistas en busca del cuerpo de Evita, y una noche el mayor Arandía se despertó sobresaltado. Había oído unos pasos furtivos en el interior de la vivienda, tomó la pistola que guardaba bajo la almohada y cuando la puerta de su dormitorio se abrió, disparó dos veces. Quien cayó muerta fue su mujer, que se había levantado para ir al baño.
A raíz de este incidente, Moori Koening tomó la decisión de llevarse el cadáver a su despacho en la sede del Servicio de Inteligencia Militar. Fue introducido en un cajón con la referencia de “Equipos de radio” y almacenado en un archivador durante más de un año.
En enero de 1957 Moori Koening había sido sustituido al frente del SIE por el Coronel Héctor Cabanillas, quien decidió que un archivador no era el lugar adecuado para guardar el cadáver embalsamado de la que había sido la primera dama del país, y propuso una solución más definitiva y tradicional. El cadáver debería ser enterrado, pero fuera de Argentina.
Se inició, así, la “Operación Evasión”.
Se entablaron conversaciones con el Vaticano a través de un miembro de la Compañía de San Pablo, el sacerdote Francisco Rotger, quien actuó de intermediario entre el Servicio de Inteligencia Militar argentino y el superior de la Compañía de San Pablo, el padre Giovanni Penco.
Según cuentan, fue a éste a quien se le ocurrió la idea que, finalmente, sería llevada a cabo: el cadáver de Evita debería ser trasladado a Italia bajo una identidad falsa.
El nombre elegido ― para el que se diseñó una biografía falsa ― fue el de María Maggi de Magistris, nacida en la localidad de Dalmine, en la provincia de Bérgamo, en 1910, y que había fallecido en 1951 en San Vicente, donde estaba enterrada.
El 23 de abril de 1957 se inició el que se pretendía que fuese el último viaje de Evita Perón. Fue en la bodega del carguero Conte Biancamano. Dos oficiales del SIE, bajo la identidad de Carlo Maggi, hermano de la difunta, y Giorgio Magistris, el viudo, acompañaban al cadáver, que fue enterrado en el cementerio Maggiore ― sepultura 41 del sector 86 ―, el catorce de mayo de 1957.
Permanecería allí catorce años.
El viaje a Madrid
El veintiséis de marzo de 1971, el general Alejandro Agustín Lanusse se hizo con el poder en Argentina. Como acto de reconciliación, prometió a Juan Domingo Perón, quien por aquel entonces permanecía exiliado en Madrid, que le devolvería el cuerpo de Evita.
Héctor Cabanillas fue el encargado de organizar la entrega. El tres de septiembre de 1971, a las 20:50 hrs., el cuerpo fue entregado en la vivienda de Perón, en Puerta de Hierro.
Allí estaban, además del ex presidente y su esposa, el doctor Pedro Ara; el secretario de Perón, José López Rega; las hermanas de Evita, Blanca y Herminda, y el sacerdote Elías Gómez, confesor de Perón.
En la primera revisión del cadáver llevada a cabo por el doctor Pedro Ara se hicieron visibles los estragos que los sucesivos desplazamientos habían causado: la nariz estaba aplastada.
Había marcas en la frente provocadas por la presión de la tapa de cristal, erosiones en las plantas de los pies, y marcas en los brazos por los golpes contra los laterales del ataúd. También le habían cambiado la mortaja con la que, inicialmente, había sido enterrada.
Estela, esposa de Perón, y las hermanas de Evita desvistieron el cuerpo y le pusieron un vestido nuevo. Después lo colocaron sobre una mesa y la cubrieron con una sábana blanca. Y allí permaneció.
En 1972 Perón pudo regresar a Argentina, y un año después se presentó de nuevo a las elecciones a la presidencia del país, concurriendo con su esposa Estela, quien tras el triunfo electoral sería nombrada vicepresidenta del país.
Decidieron que el cuerpo de Evita permanecería en la residencia familiar en Madrid, que parecía un lugar más seguro. El 1 de julio de 1974, Perón falleció y su mujer le sustituyó en el cargo.
Fue ella quien ordenó la repatriación del cadáver de Evita en 1976.
Eva Perón descansa desde entonces en el cementerio de la Recoleta, al lado de su marido, en el que, tal vez, por fin y para siempre, será su lugar de descanso definitivo.
R.L. Rodríguez