La vida de Charles Augustus Lindbergh Jr fue breve ― apenas dos años ―; sin embargo, su nombre ha sido pronunciado en millones de ocasiones desde aquel 1 de marzo de 1932 en que fue secuestrado de la cuna en la que dormía. La relevancia pública de su muerte vino dada por la fama de su padre, Charles Lindbergh, quien en 1927 se había convertido en uno de los hombres más conocidos del mundo ― y un orgullo nacional para los estadounidenses ―, tras cruzar el Atlántico en un vuelo de treinta y tres horas que enlazaría Nueva York y París. Aquel logro, que se había llevado la vida de otros que lo intentaron antes que él, fue una proeza que abrió camino a la aviación comercial, le valió ser el ganador de los veinticinco mil dólares del premio Orteig ― una fortuna en aquellos años ―, y le aseguró un lugar en las páginas de la Historia.
Y lo había logrado a los veinticinco años.
Charles Lindbergh era un ejemplo a seguir, aquello que los grandes estudios de Hollywood buscaban: valiente, guapo, discreto, el galán soñado por las jovencitas y admirado por los hombres. En la gira por todo el país que siguió a su regreso a Estados Unidos, Charles Lindbergh fue aclamado por una multitud que pugnaba por verle. El viaje continuó por América del Sur y América Central, y fue allí donde conoció a quien se convertiría en su esposa, Anne, la hija de Dwight Morrow, embajador de Estados Unidos en Méjico.
Anne parecía la compañera perfecta para el famoso aviador. Era bonita, de aspecto frágil, pero tan aventurera como su marido, y se convirtió en la primera mujer en los Estados Unidos en conseguir una licencia de piloto de planeador.
Y todo parecía perfecto. Hasta que llegó el 1 de marzo de 1932.
Aquel día, la familia estaba en su segunda residencia, en Opewell, Nueva Jersey. Hacia las siete y media de la tarde, la niñera de Charles Lindbergh Jr., Betty Gow, acostó al niño en su cuna. Acostumbraba a sujetarle con unas bridas para asegurarse de que el niño no se caía de la cuna durante la noche. Hacia las diez de la noche, regresó al dormitorio y descubrió que el niño había desaparecido. Alarmada, preguntó a Anna, que acababa de salir del cuarto de baño, pero no estaba con ella. Se dirigió después a la planta baja en busca de Charles Lindbergh. El niño tampoco estaba con él. Alarmados, subieron a la habitación del niño, y encontraron que, salvo por la ausencia de este, todo parecía normal. Registraron la casa sin hallarlo, y subieron de nuevo al dormitorio. Fue durante esta segunda visita cuando Charles Lindbergh halló una nota en el alféizar de la ventana escrita a mano con una letra temblorosa, de alguien poco acostumbrado a escribir.
“Tenga listos 50.000 $, 25.000 $ en billetes de 20, 15.000 en billetes de 10, y 10.000 $ en billetes de 5. En 2, 4 días, le informaremos de cómo entregar el dinero. Le advertimos que no haga público esto ni notifique a la policía. El niño está siendo bien atendido. Las cartas serán firmadas con tres agujeros”.
Al final de la carta aparecían dos círculos que se cruzaban, y un tercero, pintado de color rojo, en el interior. El autor había dibujado dos puntos a derecha e izquierda de los círculos, y un tercero en la zona en que se cruzaban, además de dos líneas verticales en su interior.
Lindbergh no hizo caso a la nota, y la policía se involucró desde el primer instante. Su fama era tal que la noticia llegó a todo el mundo, y todos aquellos que podían quisieron participar en los hechos siguientes. Incluso Al Capone, que en aquel entonces vivía sus días en prisión ofreció su ayuda para dar con los secuestradores. Por su parte, Evelyn Walsh McLean, la heredera de un minero que se había convertido en millonario, y casada con el también millonario John Mclean, propietario del Washington Post, entregó cien mil dólares por una pista que, supuestamente, permitiría localizar al niño y que terminó por convertir a la propietaria del famosísimo diamante Hope en víctima de los ardides de Gaston Means, un antiguo agente de la Oficina de Investigación que se jactaba de haber sido acusado de todos los delitos tipificados en el Código Penal.
La investigación del secuestro caía dentro de la jurisdicción de la policía de Nueva Jersey, pero el fiscal general de los Estados Unidos, William D. Mitchell, tomó cartas en el asunto y anunció que el departamento de Justicia se ponía a disposición de la policía estatal para colaborar en la investigación.
El 5 de marzo la familia Lindbergh recibió una nueva carta de los secuestradores, también identificada con el símbolo de círculos, puntos y líneas verticales, en la que se informaba de que el niño estaba bien atendido y se pedía que la policía no interfiriese.
Surgió en este punto una figura curiosa, la de John F. Condon, un maestro jubilado de 72 años que había publicado un anuncio en el Bronx Home News en el que se ofrecía como intermediario entre la familia y los secuestradores. En su escrito, Condon ofrecía mil dólares de su bolsillo al rescate inicial. Tal propuesta fue objeto de una investigación inmediata por parte de las autoridades, pero también fue aceptada por Charles Lindbergh y, mediante una carta posterior, también por los secuestradores.
Se sucedieron las cartas entre la familia y los captores de su hijo, que desembocaron en una reunión en el cementerio Woodlawn, en el Bronx, entre John F. Condon y uno de los secuestradores al que se conocería como “Cemetery John”.
Durante esa reunión, “Cemetery John” aseguró que el niño estaba bien, y que él formaba parte de una banda integrada por tres hombres y dos mujeres. Condon solicitó una prueba de que lo que decía era cierto y que, en verdad, tenían al niño.
Como consecuencia de este encuentro, el 16 de marzo de 1932, Condon recibió por correo el pijama del hijo del niño, que fue identificado por los Lindbergh. Entonces, Condon publicó un anuncio en la sección de clasificados del New York American que decía: “El dinero está listo. No hay policías. No hay servicio secreto. Vengo solo, como la última vez”.
El dinero del rescate, en forma de certificados de oro, menos volátiles que la divisa nacional, fue introducido en una caja de madera que había sido construida para la ocasión con el objetivo de que pudiera ser identificada en el futuro. También se registraron los números de serie para seguirles la pista.
El dinero fue entregado, y a cambio, Condon recibió una nota de los secuestradores en la que se indicaba la localización del niño.
Pero el niño no apareció.
Lo hizo el 12 de mayo, dos meses y medio después de haber sido secuestrado, cuando Orville Wilson, quien conducía un camión de reparto con su compañero, William Allen, se detuvo en el arcén de la carretera, a pocos kilómetros de la casa de los Lindbergh, en busca de un lugar para orinar. Al adentrarse en el bosque halló el cadáver de un niño a medio enterrar. Tenía el cráneo fracturado y lo que parecían ser las marcas de mordeduras de alimañas.
Fue su niñera, Betty Gow, quien identificó el cuerpo gracias a los dedos montados de los pies. No se practicó la autopsia, y el cadáver fue inmediatamente incinerado a petición de Charles Lindbergh, quien después emprendió un vuelo en su aeroplano para esparcir las cenizas en el Atlántico.
La investigación policial continuó, aún con más presión que antes, por la furia del pueblo americano tras el macabro final. Condon fue investigado, se sospechaba que había estado involucrado en el secuestro, y se prometió a sí mismo que descubriría a los culpables, algo que nunca logró. De “Cemetery John” nada se sabía, y sólo se podía esperar que los certificados de oro fuesen apareciendo.
Y eso es lo que ocurrió.
Los números de serie de los certificados se hicieron públicos con la esperanza de que alguien los identificase. Debían ser canjeados por dólares antes del 1 de mayo de 1933, y aquello suponía una oportunidad para su seguimiento. Poco antes de la fecha límite, alguien canjeó certificados por importe de 2.980 dólares en un banco de Manhattan. Lo hizo con el nombre de J. J. Faulkner, con domicilio en el 537 oeste de la calle 149. Cuando la policía investigó el hecho, descubrieron que nadie llamado Faulkner vivía allí, aunque sí lo había hecho, veinte años atrás, una mujer llamada Jane que nada sabía de la operación de cambio de moneda.
Algunos certificados fueron localizados entre el Bronx y Manhattan, y fue en esta zona donde el dieciocho de septiembre de 1934 un cajero de un banco de Manhattan identificó uno de ellos y lo comunicó a la policía.
En uno de los márgenes del billete alguien había escrito un número de matrícula: 4U-13-41-NY. Había sido el gerente de una gasolinera cercana quien había canjeado el certificado, y cuando fue interrogado por la policía, indicó que se lo había dado un tipo que había comprado un galón de gasolina. Le había parecido sospechoso, y por ese motivo, creyendo que, tal vez, el certificado pudiese ser falso, tomó la precaución de anotar el número de matrícula de su vehículo.
La policía siguió la pista, que les condujo hasta el domicilio de Bruno Richard Hauptmann, un inmigrante alemán de treinta y cinco años. Cuando registraron su casa, según se confirmó durante el juicio posterior, la policía halló en el garaje catorce mil dólares en certificados de oro, un papel con el nombre y el número de teléfono de John F. Condon, y un trozo de madera que se correspondía con la que se había utilizado en la construcción de la escalera con la que, supuestamente, el asesino había subido hasta la habitación del niño y que se había encontrado en unos arbustos cercanos.
El culpable había sido capturado.
Bruno Hauptmann, nacido en el estado de Sajonia el 26 de noviembre de 1899 era un carpintero que había servido en el ejército de su país durante la primera guerra mundial y que había llegado a los Estados Unidos en noviembre de 1933 ocultándose a bordo del SS George Washington. Antes de conseguirlo, lo había intentado en otras dos ocasiones, siempre a bordo del mismo buque, y en ambas oportunidades había sido localizado y devuelto a su país.
Al terminar la guerra, y sin otro medio de sobrevivir, Hauptmann se sumergió en el mundo de la delincuencia. Su delito era el robo, tanto en viviendas particulares como en oficinas bancarias, y no tardó en ser capturado, juzgado y sentenciado a cinco años de prisión de los que cumplió cuatro. Al salir, reincidió y fue encarcelado de nuevo, aunque logró huir.
Al llegar a Estados Unidos trabajó en lo que podía encontrar, principalmente como carpintero. Vivía con su mujer, Anna Schoeffer, y el hijo de ambos, en el barrio del Bronx, donde había circulado algunos de los certificados de oro registrados en el pago del rescate.
Hauptmann mantuvo su inocencia. Aseguró que el dinero que la policía había hallado en su casa, dentro de una caja de zapatos, era de un amigo llamado Isidor Fisch que había regresado a Alemania, donde había fallecido el 29 de marzo de 1934. Según Hauptmann, Fisch le debía siete mil quinientos dólares, y cuando halló el dinero, decidió quedárselos.
Fue internado en la prisión del condado de Hunterdon, en Flemington, Nueva Jersey, el 19 de octubre, a la espera del juicio, que fue presidido por el juez Thomas Whitaker Trenchard. El fiscal general de Nueva Jersey, David T. Willentz, dirigió la acusación; y la defensa corrió a cargo de Edward J. Reilly, cuyos honorarios fueron pagados por el New York Daily Mirror, que había llegado a un acuerdo con Hauptmann en base al cual le conseguirían una buena defensa a cambio de su historia.
El juicio del siglo, como fue denominado por muchos, llenó las portadas de los periódicos del país. A las puertas del juzgado se congregaban multitudes que algunos aprovecharon para hacer negocio. Se vendían réplicas a escala de la escalera utilizada en el secuestro y falsos mechones de cabello del niño. La defensa insistió en que todas las pruebas que acusaban a Hauptmann eran circunstanciales, pero la opinión pública y la del jurado coincidieron: Bruno Richard Hauptmann era culpable.
La sentencia fue la muerte por electrocución, que se llevó a cabo el 3 de abril de 1936 ante cincuenta testigos. El matrimonio Lindbergh fue invitado a presenciar la ejecución, pero decidieron no asistir y trasladarse Europa. Su última cena fue pollo asado con patatas, apio, aceitunas y guisantes; de postre, pastel de cereza.
Hacia el final se le ofreció conmutar la pena de muerte a cambio de la confesión de su participación en el crimen, pero Hauptmann se negó y continuó declarándose inocente.
Con el tiempo, se desveló que buena parte de las pruebas utilizadas en el juicio habían sido “plantadas”. El trozo de madera hallado en su casa y que, según el experto de la fiscalía se correspondía con la utilizada en la construcción de la escalera, había sido dejado por la policía; un periodista confesó que había escondido en el armario de Hauptmann la nota con el nombre y el número de teléfono de John F. Condon; y el testigo que afirmaba haber visto a Hauptmann en los alrededores de la casa de los Lindbergh la noche del secuestro, era casi ciego.
Surgieron entonces teorías que involucraban a Charles Lindbergh en la muerte de su hijo. Según algunos testimonios, una semana antes del secuestro, había dicho a unos amigos que su hijo pequeño había sido secuestrado, para decir después que todo había sido una broma. La teoría era que Lindbergh había querido gastar una nueva broma, había sacado a su hijo a través de la ventana, el niño se había caído accidentalmente, y había muerto.
Charles Lindbergh y su esposa Anne se instalaron en Europa, donde el piloto se acercó al régimen nazi, hasta el punto de que Hermann Goering le entregó la Orden alemana del Águila. Ella se convirtió en una escritora de éxito y él ocupó varios cargos oficiales relacionados con la aviación militar y civil. También le dio tiempo a mantener tres matrimonios en secreto, aunque esa es otra historia.
La de Charles Augustus Lindbergh Jr., es una historia triste, con un final dramático, demasiado breve y con lagunas. Hoy quedan preguntas que responder y el recuerdo de lo que para muchos es uno de los grandes enigmas criminales del siglo XX.
R. L. Rodríguez